Solemos identificar el término “alma” con palabras como
aliento, soplo, respiración, vida. A veces, el alma también es concebida como
una especie de fuego, fuego que se apaga con la muerte. Por lo general, todas
las culturas se han familiarizado con el concepto de alma. Se habla del alma de
las personas, de los pueblos, de los animales, de los ríos, de las montañas, de
las obras de arte. Todo lo que tiene vida tiene alma. Sin embargo, hay
excepciones: en el pensamiento chino arcaico se partía de que no todos los
individuos tienen alma: se pensaba que el alma era una especie de espíritu, de
dios menor, que descendía del cielo, se instalaba en el interior de las
personas y, si se sentía “a gusto”, se quedaba para siempre; pero también podía
“emigrar”.
Se ha sido, pues, muy generoso con el término “alma”
asignándole una amplia gama de significados. Henri Bergson murió clamando por
un “suplemento de alma” que detuviese la Segunda Guerra Mundial. Estaba
convencido de que, si la humanidad no da una oportunidad al alma, al espíritu,
quedará aplastada por el peso de su propio progreso tecnológico. Tener alma
significaba para él vivir en profundidad, no pasar de puntillas por la vida.
Quien no tiene alma, sentenció Søren Kierkegaard, vive en “el sótano de su
propio edificio”.
Es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear
preguntas que carecen de respuesta empírica. El alma es, sin duda, una de
ellas. Su permanente presencia en la historia del pensamiento humano se debe,
como sentenció Spinoza, al afán por “durar”. Ante la evidencia de que el cuerpo
se descompone y desaparece, apelamos a un principio espiritual, no empírico,
que nos garantice la duración eterna, la inmortalidad. Es el gran servicio que
desde siempre nos viene prestando el alma. Ya Platón la declaró
"inmortal". Solo el cuerpo, al constar de partes, se corrompe; pero
el alma, al ser una realidad simple, es inmortal. Además, si las ideas que
capta el alma son eternas, también esta lo será.
Salta a la vista que la teoría de Platón presupone la separación
entre alma y cuerpo, es dualista. Se suponía incluso que el cuerpo era la
cárcel del alma; una convicción que fue llevada al extremo por Aristóteles en
un diálogo de juventud, el Protréptico. Cuenta allí Aristóteles que los piratas
marinos etruscos torturaban a sus prisioneros atándolos vivos a cadáveres,
“rostro con rostro”, hasta que morían. Es, pensaba el Aristóteles joven, la
situación del alma: está atada al cuerpo como los prisioneros a los cadáveres.
Es obvio que la antropología actual no acepta esta separación
entre alma y cuerpo. Tampoco la antropología bíblica conocía el binomio
alma-cuerpo. El ser humano era concebido como una unidad psicosomática. En la
actualidad, la posible vida más allá de la muerte no se expresa en forma de
inmortalidad del alma. Y ello a pesar de que Karl Rahner reconocía que la
separación alma-cuerpo se convirtió en la “clásica descripción teológica de la
muerte”, es decir, la muerte acontecía cuando el alma abandonaba su pobre
morada terrenal.
En nuestros días continúa siendo de especial trascendencia la
impronta que Kant asignó a la inmortalidad del alma. La postuló desde el
convencimiento de que los seres humanos, al actuar moralmente, se hacen dignos
de una felicidad que este mundo nunca ofrece. Según Adorno, a Kant le movía “el
ansia de salvar”; postuló la inmortalidad del alma para no tener que “pensar la
desesperación”. Y, en la misma línea, tal vez proyectando su propia ansia de
inmortalidad, escribió Unamuno: “El hombre Kant no se resignaba a morir del
todo”. En realidad, la afirmación kantiana de Dios y la inmortalidad es
indirecta: Kant pone el acento en el sombrío panorama que se seguiría si Dios y
la inmortalidad fuesen una quimera. En ese caso, la esperanza en un final
benévolo para el peregrinar humano quedaría muy ensombrecida, y las
posibilidades de encontrar un sentido último a la vida se verían muy mermadas.
Hasta el siglo XVIII, la inmortalidad del alma no pasó
grandes apuros. Pero, por aquellas fechas, haciendo gala de un empirismo
insobornable, David Hume vinculó indisolublemente el destino del alma con el
del cuerpo. Observó que las peripecias del segundo afectan a la primera. Así,
en la infancia, la debilidad del cuerpo y la del alma corren paralelas; de la
misma forma, el vigor corporal de la edad adulta corre paralelo con el vigor
del alma; y, cuando en la vejez declinan las fuerzas corporales, se debilita
también el alma. Hume concluyó: cuando muere el cuerpo, muere también el alma.
La filosofía tradicional acusó el golpe. Veníamos de aceptar,
con notable placidez que, tras la aniquilación de nuestro cuerpo, el alma
corría mejor suerte y alcanzaba el estatuto de “forma separada” del cuerpo. En
ese estado permanecía hasta que la resurrección le permitía volver a tomar las
riendas del cuerpo resucitado. Pero hace tiempo que ni la filosofía ni la
teología saben qué hacer con el “alma separada”. Xavier Zubiri afirma que
“quien sobrevive y es inmortal no es el alma, sino el hombre entero”. Algo que
recordó Ignacio Ellacuría en su presentación del libro póstumo de Zubiri, Sobre
el hombre. Ellacuría dejó claro que, según Zubiri, “con la muerte acaba todo el
hombre o acaba el hombre del todo”. Zubiri abandonó, pues, la hipótesis del
“alma separada” y se adhirió a la solución de la “muerte total”. Es también la
hipótesis aceptada por grandes exponentes de la teología cristiana más
reciente. Moriremos, pues, por completo; y resucitará “la persona entera”. A la
pregunta “¿cómo sucederá todo eso?”, la teología remite con humildad al
insondable carácter misterioso del tema. Estaríamos, en feliz expresión de Laín
Entralgo, ante “un saber de creencia, no de evidencia”.
La pregunta es obligada: ¿qué hacer, entonces, con la palabra
“alma”? Reina bastante unanimidad: el alma continuará siendo siempre el término
de referencia de todo lo que somos y hacemos: sentir, pensar, querer, recordar,
olvidar, crear, amar… Joseph Ratzinger lo expresa teológicamente: “alma es la
capacidad de referencia del hombre a la verdad y al amor eterno”.
Toda nueva creencia, antes de ser generalmente aceptada, va
conquistando su espacio de forma imperceptible. Podría ser el destino del
binomio alma-cuerpo. Es posible que estemos ante una creencia desgastada. Ya se
sabe que la variada plasmación de las ayudas filosóficas y teológicas es cambiante
y suele tener fecha de caducidad. El tema alma-cuerpo no es una excepción. En
todo caso, si el desgaste de los siglos se empeñase en jubilar tan ancestral
creencia, habría que agradecerle los inmensos servicios prestados. Siglo tras
siglo mantuvo la esperanza de que, a pesar de la evidente desaparición del
cuerpo, permanecía lo más importante de nosotros, lo más nuestro, el núcleo de
nuestra identidad, nuestra alma. Hay palabras “que tiemblan”, reconocía Antonio
Machado. Tal vez el alma sea una de ellas. Pero el poeta le echó un conmovedor
cable: “quisiera traerte muerta mi alma vieja”.
Artículo publicado por Manuel Fraijó en el diario El País
Imagen: "La décalcomanie" de René Magritte
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